lunes, 19 de octubre de 2009

LA HERMOSA SIRVIENTA

Érase una vez un sultán, dueño de la fe y del mundo. Habiendo salido de caza, se alejó
de su palacio y, en su camino, se cruzó con una joven esclava. En un instante él mismo
se convirtió en esclavo. Compró a aquella sirvienta y la condujo a su palacio para decorar
su dormitorio con aquella belleza. Pero, enseguida, la sirvienta cayó enferma.
¡Siempre pasa lo mismo! Se encuentra la cántara, pero no hay agua. Y cuando se encuentra
agua, ¡la cántara está rota! Cuando se encuentra un asno, es imposible encontrar
una silla. Cuando por fin se encuentra la silla, el asno ha sido devorado por el lobo.
El sultán reunió a todos sus médicos y les dijo:
"Estoy triste, sólo ella podrá poner remedio a mi pena. Aquel de vosotros que logre curar
al alma de mi alma, podrá participar de mis tesoros."
Los médicos le respondieron:
"Te prometemos hacer lo necesario. Cada uno de nosotros es como el Mesías de este
mundo. Conocemos el bálsamo que conviene a las heridas del corazón."
Al decir esto, los médicos habían menospreciado la voluntad divina. Pues olvidar decir
"¡Insh Allah!" hace al hombre impotente. Los médicos ensayaron numerosas terapias, pero
ninguna fue eficaz. La hermosa sirvienta se desmejoraba cada día un poco más y las
lágrimas del sultán se transformaban en arroyo.
Todos los remedios ensayados daban el resultado inverso del efecto previsto. El sultán,
al comprobar la impotencia de sus médicos, se trasladó a la mezquita. Se prosternó ante
el Mihrab e inundó el suelo con sus lágrimas. Dio gracias a Dios y le dijo:
"Tú has atendido siempre a mis necesidades y yo he cometido el error de dirigirme a alguien
distinto a ti. ¡Perdóname!"
Esta sincera plegaria hizo desbordarse el océano de los favores divinos, y el sultán, con
los ojos llenos de lágrimas, cayó en un profundo sueño. En su sueño, vio a un anciano
que le decía:
"¡Oh, sultán! ¡Tus ruegos han sido escuchados! Mañana recibirás la visita de un extranjero.
Es un hombre justo y digno de confianza. Es también un buen médico. Hay sabiduría
en sus remedios y su sabiduría procede del poder de Dios."
Al despertar, el sultán se sintió colmado de alegría y se instaló en su ventana para esperar
el momento en el que se realizaría su sueño. Pronto vio llegar a un hombre deslumbrante
como el sol en la sombra.
Era, desde luego, el rostro con el que había soñado. Acogió al extranjero como a un visir
y dos océanos de amor se reunieron. El anfitrión y su huésped se hicieron amigos y el sultán
dijo:
"Mi verdadera amada eras tú y no esta sirvienta. En este bajo mundo, hay que acometer
una empresa para que se realice otra. ¡Soy tu servidor!"
Se abrazaron y el sultán añadió:
"¡La belleza de tu rostro es una respuesta a cualquier pregunta!"
Mientras le contaba su historia, acompañó al sabio anciano junto a la sirvienta enferma.
El anciano observó su tez, le tomó el pulso y descubrió todos los síntomas de la enfermedad.
Después, dijo:
"Los médicos que te han cuidado no han hecho sino agravar tu estado, pues no han estudiado
tu corazón."
No tardó en descubrir la causa de la enfermedad, pero no dijo una palabra de ella. Los
males del corazón son tan evidentes como los de la vesícula. Cuando la leña arde, se
percibe. Y nuestro médico comprendió rápidamente que no era el cuerpo de la sirvienta el
afectado, sino su corazón.
Pero, cualquiera que sea el medio por el cual se intenta describir el estado de un enamorado,
se encuentra uno tan desprovisto de palabras como si fuera mudo. ¡Sí! Nuestra lengua
es muy hábil en hacer comentarios, pero el amor sin comentarios es aún más hermoso.
En su ambición por describir el amor la razón se encuentra como un asno tendido
cuan largo es sobre el lodo. Pues el testigo del sol es el mismo sol.
El sabio anciano pidió al sultán que hiciera salir a todos los ocupantes del palacio, extraños
o amigos.
"Quiero, dijo, que nadie pueda escuchar a las puertas, pues tengo unas preguntas que
hacer a la enferma."
La sirvienta y el anciano se quedaron, pues, solos en el palacio del sultán. El anciano
empezó entonces a interrogarla con mucha dulzura:
"¿De dónde vienes? Tú no debes ignorar que cada región tiene métodos curativos propios.
¿Te quedan parientes en tu país? ¿Vecinos? ¿Gente a la que amas?"
Y, mientras le hacía preguntas sobre su pasado, seguía tomándole el pulso.
Si alguien se ha clavado una espina en el pie lo apoya en su rodilla e intenta sacársela
por todos los medios. Si una espina en el pie causa tanto sufrimiento, ¡qué decir de una
espina en el corazón! Si llega a clavarse una espina bajo la cola de un asno, éste se pone
a rebuznar creyendo que sus voces van a quitarle la espina, cuando lo que hace falta es
un hombre inteligente que lo alivie.
Así nuestro competente médico prestaba gran atención al pulso de la enferma en cada
una de las preguntas que le hacía. Le preguntó cuáles eran las ciudades en las que había
estado al dejar su país, cuáles eran las personas con quienes vivía y comía. El pulso permaneció
invariable hasta el momento en que mencionó la ciudad de Samarkanda. Comprobó
una repentina aceleración. Las mejillas de la enferma, que hasta entonces eran
muy pálidas, empezaron a ruborizarse. La sirvienta le reveló entonces que la causa de
sus tormentos era un joyero de Samarkanda que vivía en su barrio cuando ella había estado
en aquella ciudad.
El médico le dijo entonces:
"No te inquietes más, he comprendido la razón de tu enfermedad y tengo lo que necesitas
para curarte. ¡Que tu corazón enfermo recobre la alegría! Pero no reveles a nadie tu
secreto, ni siquiera al sultán."
Después fue a reunirse con el sultán, le expuso la situación y le dijo:
"Es preciso que hagamos venir a esa persona, que la invites personalmente. No hay duda
de que estará encantado con tal invitación, sobre todo si le envías como regalo unos
vestidos adornados con oro y plata."
El sultán se apresuró a enviar a algunos de sus servidores como mensajeros ante el joyero
de Samarkanda. Cuando llegaron a su destino, fueron a ver al joyero y le dijeron:
"¡Oh, hombre de talento! ¡Tu nombre es célebre en todas partes! Y nuestro sultán desea
confiarte el puesto de joyero de su palacio. Te envía unos vestidos, oro y plata. Si vienes,
serás su protegido."
A la vista de los presentes que se le hacían, el joyero, sin sombra de duda, tomó el camino
del palacio con el corazón henchido de gozo. Dejó su país, abandonando a sus hijos, y
a su familia, soñando con riquezas. Pero el ángel de la muerte le decía al oído:
"¡Vaya! ¿Crees acaso poder llevarte al más allá aquello con lo que sueñas?"
A su llegada, el joyero fue presentado al sultán. Este lo honró mucho y le confió la custodia
de todos sus tesoros. El anciano médico pidió entonces al sultán que uniera al joyero
con la hermosa sirvienta para que el fuego de su nostalgia se apagase por el agua de la
unión.
Durante seis meses, el joyero y la hermosa sirvienta vivieron en el placer y en el gozo.
La enferma sanaba y se volvía cada vez más hermosa.
Un día, el médico preparó una cocción para que el joyero enfermase. Y, bajo el efecto
de su enfermedad, este último perdió toda su belleza. Sus mejillas palidecieron y el corazón
de la hermosa sirvienta se enfrió en su relación con él. Su amor por él disminuyó así
hasta desaparecer completamente.
Cuando el amor depende de los colores o de los perfumes, no es amor es una vergüenza.
Sus más hermosas plumas, para el pavo real, son enemigas. El zorro que va desprevenido
pierde la vida a causa de su cola. El elefante pierde la suya por un poco de marfil.
El joyero decía:
"Un cazador ha hecho correr mi sangre, como si yo fuese una gacela y él quisiera apoderarse
de mi almizcle. Que el que ha hecho eso no crea que no me vengaré."
Rindió el alma y la sirvienta quedó libre de los tormentos del amor. Pero el amor a lo efímero
no es amor.

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