Se cuenta en las asambleas de los Sabios que había una vez un hombre que deseaba ofrecer a un amigo la mayor hospitalidad de la que era capaz.
Tras haber pasado él y su amigo un rato de sobremesa, el huésped dijo:
“Tal vez deberíamos beber un poco de vino, para sacudir la pereza de nuestros pensamientos y estimular la agudeza de nuestros sentimientos.”
Su huésped estuvo de acuerdo. Resultó que aquel hombre sólo tenía en su casa una botella de vino y así se lo dijo a su huésped. Pero cuando envió a por el vino a su hijo, que padecía la enfermedad de ver doble, éste volvió diciendo:
“Padre, hay dos botellas: ¿cuál de ellas quieres que traiga?”
Avergonzado de que su huésped pudiera pensar que no le estaba ofreciendo todo lo que tenía, el padre replicó:
“Rompe una de las botellas y tráenos la otra.”
El joven, por supuesto, golpeó con una piedra la única botella que había, con el resultado de imaginar que había roto sin querer las dos; por lo tanto, aquella noche no hubo vino para el anfitrión ni para el huésped.
El huésped pensó que el joven estaba loco, cuando únicamente padecía una cierta incapacidad. El orgullo del anfitrión sobre su propia hospitalidad fue la causa de la destrucción de la botella. El joven quedó apenado por haber hecho algo mal.
Y todo esto ocurrió porque el anfitrión tuvo miedo de que si decía al principio a su huésped que su hijo padecía de doble visión, imaginaría que se trataba únicamente de un pretexto de su falta de disposición a consumir todo el vino.
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